"Humboldt se convirtió en uno de mis muertos importantes.[...] Pensaba en Humboldt con más gravedad y pena de lo que puede parecer en este relato. Quería a muy poca gente y no podía permitirme el lujo de perder a ninguno de los que amaba. Un signo infalible de mi cariño era que soñaba frecuentemente con Humboldt. Cada vez que le veía, me conmovía profundamente y lloraba en el sueño. Una vez soñé que nos habíamos encontrado en la tienda de Whelan. En esta ocasión no era el hombre hinchado, de color ceniciento, que había visto en la calle 46, sino el Humboldt normal y robusto de la edad madura. Estaba sentado a mi lado, delante del surtidor de sifón, con una coca-cola. Me eché a llorar. Le pregunté:
-¿Dónde has estado? Pensé que habías muerto.
Él permanecía sereno y silencioso, y sumamente complacido. Me respondió:
-Ahora lo comprendo todo.
-¿Todo? ¿Qué es todo?
Pero él respondió únicamente: "Todo". No pude sacarle nada más, y lloré de felicidad. Pero esto sólo era un sueño, un sueño propio de un alma enferma. Mi carácter excitado está muy lejos de la firmeza. Nadie me concederá medalla alguna por mi entereza de carácter. Pero los muertos deben comprender muy bien estas cosas. Ellos han abandonado definitivamente la problemática y nebulosa esfera humana y terrestre. Tengo el presentimiento de que en la vida miramos hacia afuera de nuestro ego, nuestro centro. En la muerte se está en la periferia, mirando hacia dentro. Se ve a los antiguos compañeros luchando todavía con la pesada carga de sí mismos, y se les anima insinuando que, cuando les llegue el turno de entrar en la eternidad, también empezarán a comprender y, finalmente, tendrán una idea de lo que ha sucedido. Como nada de esto es científico, nos asusta pensar en ello."
Saúl Bellow, El legado de Humboldt.
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