jueves, 23 de abril de 2009

Contra la obligación de ir descalzo en un piso

Sin que nunca me haya importado reconocer mi particular fetichismo por los pies femeninos, existe una costumbre peligrosamente extendida en estos tiempos sin oráculo que me veo obligado a denunciar enérgicamente en mi blog (¿dónde, si no?): la puta manía de obligar a descalzarse a los invitados en tu casa.

La primera vez que me encontré con esta absurda complicación sin venir a qué fue en un piso que se alquiló un querido amigo en unos tiempos en que se dejó influenciar por falsos profetas de la sofisticación, y de pronto un día me obligó a quitarme mis queridas zapatillas en el umbral de su puerta. Pasaron unos días tensos hasta que coincidí justamente con ese coolhunter de todo a 100(uno que se llamaba Vicente pero que exigía que le llamáramos Arnau )y de pronto, me sorprendí a mí mismo buscando por las esquinas de aquella hermosa vivienda una fosa común con cientos de héroes anónimos de la República que siguieran pudriéndose sin fin. Y no: era Vicente, quitádose sus zapas y pidiendo una birra a mi amigo.

Tras aquél oloroso incidente, le hice ver a mi amigo su falta de hospitalidad y rectificó por siempre como buen chaval que es.

Pasaron unos años, y esta vez unas queridas amigas, educadas, exitosas, rubias y que están buenísimas, me han invitado a conocer su piso de destroyers of the night y he tenido que declinar sus invitaciones sucesivamente con gran dolor. Y es que, para mal, piensan que mola mandar descalzarse a sus invitados.

Para empezar, y aunque sólo sea una consecuencia de la paranoia neocon por la seguridad extrema, si en un piso tengo que ir descalzo supongo que toda la vajilla del hogar será de plástico. Pero como sé que al menos el whisky todavía no lo envasan en ese material innoble, deduzco que si se me cae un boca bit al suelo no me lo comeré y tal vez ni siquiera lo recoja con mis propias manos. Porque si bien las suelas de las zapatillas traen suciedad de la calle, es una suciedad a la que nuestra mente no sabe poner nombre ni forma y, sin embargo, un suelo exclusivamente pisado por pies descalzos o con calcetines (y si estás de pie, parado, en una conversación, los pies sudan), garantiza una sedimentación muy concreta, de sudor de pies, de pies de hombre, que aunque vaya mezclada con el exquisito sudor de pies de mujeres bonitas ya no vale, por la misma razón que si un tío dice que es bisexual en realidad lo que le pasa es que es maricón.

Así que mi más enérgica condena a este intento de demostrar algo, aunque no sepa todavía aproximadamente el qué. Y con la única excepción de mis dos rubias amigas, a todos los demás que practiquéis esta antihospitalaria costumbre, os ofrezco gratis una nueva práctica vanguardista que rima muy bien con la otra: ¿qué tal si os váis a cagar a la playa y después nos lo contáis? Seréis más superinteresantes que nunca, en serio...

3 comentarios:

Pussy Galore dijo...

Esto me recuerda... juas, en fin, tú sabes bien...

Pussy Galore dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Juan Antonio dijo...

Cuando me acuerdo de esa historia, todavía me parto...Y la foto se me ha quedado en la mente como un bajorrelieve!