lunes, 4 de mayo de 2009

Tupperfelicidad

Saciada la sed de sangre después de las guerras mundiales y equilibrado el poder nuclear de las dos nuevas potencias dominantes, los años 50 arrancaron bajo un férreo orden mundial y una plomiza estructura social, también a este lado del Telón de Acero. Con la vergonzosa excepción de la cateta piel de toro ensotanada, en el resto de occidente aquella inflexible compartimentación de los opresivos roles familiares sabemos de sobra que acabó estallando significativamente por iniciativa de los hijos, que ante el gris panorama vital que se les ofrecía, desobedecieron y patalearon y se revolvieron gracias a la estruendosa irrupción del rock. Pero apenas unos pocos años antes de que Alan Freed dijera "Rock And Roll" en el canónico 1956, algo se movió con mucho más sigilo, procedente de la cocina, y tan endemoniadamente práctico que poco tardó en hacer su singular y plastificado ruido: los productos Tupperware.

Earl S. Tupper se dedicaba a diseñar cosas que no existían y que en su mayoría nunca lo hicieron, como (atención) un peine-navaja retráctil, porque nadie había dicho que defenderse cuerpo a cuerpo y salir fetén de la refriega fueran dos objetivos incompatibles. Por la cosa de la época, el audaz Earl todavía no había descubierto su vellocino de oro y de pronto tenía una mujer e hijos a los que alimentar. Durante un corto período pasó a ocupar su insignificante engranaje dentro del sistema industrial cuando un día cambió su vida y la de millones de personas contemporáneas y futuras al fijarse en el poletileno puro , un plástico de reciente creación y pensar, él y sólamente él, que debería existir un modo de moldear aquello y darle forma a su voluntad.


Earl S. Tupper: gran vista para los inventos, miope para las ventas.

Poco tiempo después patentó la marca de productos Tupperware destinados a la conservación de alimentos, ya que aquellas cajas de poletileno tenían el superpoder de envasarse al vacío y aislar en buen estado cualquier cosa que se almacenara en su interior. El éxito en su empeño fue discreto durante los primeros años en que las tiendas habilitaban un rincón de sus escaparates para mostrar aquellas cajas de plástico coloreadas. Bien entrada la década de los 50, una mujer de un pasado extraño, ya que tenía que trabajar fuera de la cocina de su casa, y además quería hacerlo, se fijó en los Tupperwares y pensó: "Eso está muy bien, pero para que se venda como se merece, su utilidad necesita ser demostrada". Esa señora se llamaba Brownie Wise (¿"Pastelitodechocolate Sabio"?).

Brownie había trabajado hasta entonces en la Stanley Home Products, también una pionera de la venta de productos en casas, con el método que hoy conocemos como puerta fría. Su instinto femenino le prometió que a esa técnica de márketing directo todavía le quedaba dar un paso más, cruzar el umbral de la casa con falda, medias, tacones altos y una sonrisa, y reunir a amas de casa entre tés y cafés para darles a conocer un descubrimiento que mejoraría el cuidado de sus familias, la mejores del mundo cada una de ellas. Vender entre charlas sobre cómo va la cosa, cotilleando sus movidas y, sobre todo, y bendita sea,vender sin presionar al cliente. Habían nacido las reuniones Tupperware.

Y en cada reunión, más de una señora casada se iba a casa con sus tuppers, pero anhelando en su pecho querer ser como Brownie, tener algo que hacer para ayudar a sus homólogas, salir de la cocina, ocupar su tiempo con alegría pero,vaya, con el grave inconveniente añadido de llevar dinero a casa, qué dirá mi marido si se enteran sus compañeros de trabajo. La mecha se prendió y el fuego corrió rápido: Tupperware empezó a generar ingresos por encima de las mejores expectativas y Brownie empezó a controlar toda una legión imperial de vendedoras Tupperware.



Brownie en sus glory days

Su lema para la Historia fue "si mejoramos a las personas, ellos mejorarán el negocio", aunque sabemos que la Historia tiene infinidad de defectos, y uno de ellos es lo mucho que tiende a olvidar. Los días de abundancia de trabajo y dinero parecían no tener fin para Brownie, tanto que estableció un cuartel general Tupperware en la soleada Florida, donde cada año se celebraban las Fiestas de Aniversario a las que acudían vendedoras acompañadas de sus maridos desde todos los rincones de Estados Unidos. La flamante vicepresidenta y directora de ventas no perdía detalle y, como si se tratara de una alumna aventajada de Freud y Carl Gustav Jüng, construía cada año un reino ideal a la medida de sus chicas y materializaba el mundo de colores que las amas de casa también tenían derecho a fantasear en silencio, a su gusto. Canciones infantiloides y maridos disfrazados de marujas por un día incluidos.

La celebridad de Brownie creció vertiginosamente, hasta el punto de ser la primera mujer que apareció en la portada de Bussiness Week, la más prestigiosa revista de negocios del momento. Pero no todo lo que trae la relevancia es bueno, ni siquiera productivo: pronto empezaron a aflorar los chistes, a cuál más humillante y cruel, y a ningún hombre le hacía sentir cómodo el poder que una mujer como Brownie comenzó a amasar. Y a Earl S. Tupper menos que a nadie. En respuesta a una petición por parte de Brownie para aumentar el stock de un modo acorde a la inmensa demanda, Mr. Tupper le respondió: "ser directora de ventas significa dirigir las ventas, no sólo vender" , porque para Tupper era bien sabido que a una mujer las cosas importantes había que explicárselas así. Pero, por supuesto, no todas las cosas importantes: el jefazo ya tenía sobre su mesa una oferta de una multinacional para comprarle la empresa por la barbaridad de 16 millones de dólares. Por mucha pasta junta que fuera, a Earl compartirla con alguien le daba ese nosequé que les suele entrar a grandes empresarios, banqueros e incluso productores de cine y tv.

Brownie fue despedida. Y en su enorme ocupación full-time durante 17 años se había olvidado de redactar y firmar un contrato.

A sus 51 años, Earl se divorció de su esposa, renunció a la nacionalidad norteamericana y se compró una isla en centroamérica donde pasar el resto de sus días jugando a ser Dios. En cuanto a Brownie, la irrisoria indemnización de unos cuantos miles de dólares que tuvo que aceptar se la dejó al fundar una empresa de cosméticos con la covicción de que la mayoría de sus chicas la seguirían allá donde fuese. Se equivocó. Los tuppers son los tuppers, únicos, sin competencia posible, tan endemoniadamente prácticos...

En las oficinas centrales de la empresa sus retratos desparecieron, y nadie sabía a quién se referían cuando preguntaban por ella. Brownie habitó el olvido hasta que en 1992 fue definitivamente envasada (en madera de pino), y por muy poco no pudo alcanzar a ver la última conquista de su revolucionario método de venta: las alegres reuniones en torno a totémicos falos de plástico o de goma, eléctricos o a pilas o a tracción animal con la que solteras de todas las edades y sin complejos, y casadas que asumen o incluso apoyan la afición putera de sus esposos, echan la tarde entre risas y escenifican una versión posmoderna de la castración del macho cabrío.

Y yo lo dejo aquí porque es la hora de comer y los espaguetis del viernes pasado siguen teniendo una pinta buenísima.

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