viernes, 29 de mayo de 2009

Gary va camino de la silla

Gary Gilmore aprovecha restos de papel higiénico para hacer una minúscula hoguera; sobre el fuego coloca una pequeña porción del papel de aluminio que envolvía las patatas asadas que les sirvieron para comer; un vaso de plástico con agua para calentar y poderse hacer con ella un café en su celda de la vieja prisión de Utah. Para mayor seguridad, horada dos pequeños agujeritos en el vaso a fin de atravesarlos con un hilo cortado de su ropa y, a modo de cordel, sujetar el vaso mientras el agua alcanza la temperatura deseada. Gibbs, su compañero de reclusión, le observa con curiosidad fumando un cigarrillo tras otro y, como era de esperar, el cordel se rompe entre los dedos de Gary y el asesino se queda sin su imposible café.


Norman Mailer, autor de La canción del verdugo.

Gibbs se parte de la risa.

Gary no se deja ayudar, y apenas tiene posibilidades de evitar que le caiga una sentencia de homicidio en primer grado, en el primer juicio correspondiente a uno de sus dos asesinatos. La condena es la silla eléctrica. Gary vive su sórdido amor por su novia Nicole en el interior de la prisión, y eso parece impedir que se dé cuenta de que lo van a freír, que la cosa está así y no de otra manera, que a finales de los 70 entre aquellas montañas, los mormones que las habitan, se toman muy en serio ese cuento de que la pena de muerte es la mejor medida para disuadir a los criminales.

Y Gary ni siquiera dejó que le diagnosticaran demencia, por una extraña y sombría concepción propia de la dignidad.

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