jueves, 17 de julio de 2008

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La acera parecía un blandiblup caliente y sucio bajo las suelas de las zapatillas. Aún así yo siempre voy marcando el paso a una velocidad superior a la media. Me acercaba alegremente hacia un par de quinceañeras que charlaban animadas y detrás de una de ellas un perro enorme descansaba sentado al abrigo de una leve sombra que caía sobre la fachada. Calculé a ojo que, incluso sentado, la cabeza del perro casi me llegaba a la altura del hombro de lo enorme que era. No llevaba correa, y mientras tanto la dueña seguía contándole a la superamiga las vicisitudes del último capítulo emitido de la tercera versión de Betty la fea. El perro-lobo respiraba exhausto con la lengua fuera y sólo un par de segundos más tarde de advertir yo que estaba suelto se me quedó mirando y cerró la boca. El tipo que descubrió o que se inventó eso de que a los perros feroces les estimula el miedo ajeno debía ser un auténtico hijo de puta. Podría haberlo descubierto (a saber cómo) y callarse la puta boca. Es que no puede ser: sólo con que no tengas miedo los perros enormes y sueltos no te hacen nada. Yo no me lo creo. Un perro te ataca o no te ataca según como le vaya el día y punto, como todo el mundo. La otra hipótesis es una tortura mental. Y me voy a explicar. Colocamos un perro gigante, cabrón y suelto en medio de una acera y las personas que pasan por delante y el perro no les hace nada, ésos resulta que son los valientes. Claro. Muy fácil. Entonces, si pasa un desgraciado y el perro salta y le trinca del cuello los demás qué hacemos, ¿señalarle y decir "¡menudo acojonao!"?. Que no, hombre, que no. Pero lo peor de todo es que esa adverencia maligna sobre el miedo propio la conoces desde niño y se te queda dentro y cuando ves un perrazo suelto y agobiado te acojonas como es natural pero el terror se duplica al pensar que si la toma contigo y te ataca y te arranca los huevos de un mordisco resulta que encima estás haciendo el ridículo y quedando en evidencia ante los demás. Y yo, por ahí, no paso.

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