"Nada debo a la labor de escritores y pensadores; a la de los científicos, se lo debo todo".
Salvador Dalí.
Durante sus estancias en NY, Salvador Dalí pasaba buena parte de las tardes instalado en la mejor mesa del bar de su hotel predilecto, rodeado de artistas, marchantes, señoritas estupendas, millonarios excéntricos o cualquiera que fuese digno de tratar con el genial maestro, para convertir aquello en una feria de frases ingeniosas, proyectos artísticos descabellados y recreación plastificada de las verdaderas tertulias surrealistas que tenían lugar en París en el período de entreguerras: el artista no pretendía ser ajeno a la consolidación de su tópico. Pero a la sombra, discretamente algo ocurría. Dalí siempre tuvo su poderosa influencia orientada a estar al tanto y conocer, en primera persona y en profundidad, los últimos avances en el sugestivo campo de la genética, las nuevas paradojas de la física cuántica y, especialmente, la firme de voluntad de saberlo todo sobre el mayor misterio, la ilusoria impresión universal: a qué cosa llamamos tiempo. Cuando algún físico o matemático recibía una invitación para unirse a las tertulias dalinianas y se decidía a acudir movido por la extrañeza, el pintor ampurdanés abandonaba su famosa máscara de genio y se convertía en un alumno aplicadísimo en busca de sabiduría, haciendo las preguntas más complejas, formulando las anteriores teorías al dedillo y siguiendo en su mente el movimiento perpetuo de las últimas fronteras de la ciencia.
La huella científica recorre el fondo de su obra como una inspiración poética, encriptada para el espectador no iniciado. Sus famosos relojes derretidos provienen de la hipnosis que le causaba al pintor el efecto del queso fundiéndose, y ése es el Dalí conocido y archivado para las masas (hoy lo llamaríamos "el Dalí mediático") . Sin embargo, los estudiosos de su obra afirman que también son una metáfora de la Teoría de la Relatividad de Einstein.
Hacia el final de su vida, cuando Dalí ya era un tembloroso anciano postrado, pero consciente como pocos de su gloria artística en vida, cumplió uno de sus últimos sueños pendientes. En su propia casa, el Teatro-Museo de Figueras que lleva su nombre, consiguió reunir a seis de los más brillantes investigadores de vanguardia, entre los que se contaban el padre de la Teoría de las Catástrofes René Thom y el Premio Nobel de Química Ilya Progogine, la autoridad mundial en termodinámica y procesos irreversibles. El ciclo de conferencias y debates se tituló Proceso al azar, y se celebró en noviembre de 1985.
El tiempo. La ilusión del tiempo. ¿Por qué contemplamos el pasado como un proceso cerrado e indiscutible y el futuro lo percibimos como una infinita acumulación de posibilidades? ¿Cómo sabemos y podemos demostrar fríamente que no se trata también de un proceso cerrado y con una posibilidad de variación igual a 1? ¿Qué puede proponer la ciencia contra el determinismo filosófico? ¿Es posible definir o al menos delimitar el terreno del azar? ¿Puede el hombre prevenirse ante él? Yo sólo alcanzo a reproducir aquí algunas de las preguntas claves de aquel memorable congreso, porque las respuestas-hipótesis formuladas están mucho más allá de mi exigua capacidad de raciocinio. Si algo estoy aprendiendo al acercarme a la magnífica edición de libro-dvds que deja testimonio de aquél acontecimiento (y que conozco gracias al célebre autor de Animeison, efímero y legendario blog), es, efectivamente, la superioridad de los filósofos de la ciencia frente a los pensadores de cualquier otra rama del saber, y no digamos ya sobre escritores y artistas en general. Y sí que se puede explicar esto, de un modo rotundo, tal y como defendía abiertamente esta idea el propio Prigogine: los humanistas pueden desarrollar su labor prescindiendo por completo del influjo de las fórmulas y los números. Los grandes científicos, en cambio, muy mal lo tendrían para ser capaces de traducir sus hallazgos, cada vez más abstractos, si no dispusieran de un conocimiento exhaustivo del lenguaje y tan preciso como las ecuaciones matemáticas más avanzadas.
Y eso no es todo. Brillan las palabras, pero a los sabios se les reconoce por sus silencios. El debate final del congreso, donde todos los ponentes se reúnen para discutir sus diferencias, es el verdadero espectáculo de la sabiduria. Ya casi no me acordaba de que el fenómeno de la comunicación sólo es posible en el caso de que existan emisores y receptores. Ante cada una de las intervenciones de los científicos en el debate, el silencio y la concentración de los demás, ese silencio activo, ese auténtico arte de escuchar aparece en Proceso al azar como un verdadero derroche de talento para el que muy pocos están preparados. Es ya un silencio de otro tiempo, de una época pasada, de valores diferentes. Apenas hemos inaugurado la Sociedad de la Información y ya olemos que su único resultado será este histérico guirigay donde lo único que nos interesa es hablar, hablar, hablar, gritar para tener razón, sin casi nada que decir y mucho menos que escuchar.
Cuando sólo era un pijito catalán recién llegado a Madrid, contaba Luis Buñuel desde el otro lado de su tormentosa amistad que Dalí era la persona menos preparada del mundo para hacer cosas sencillas y práticas: ni siquiera sabía qué había que hacer en la taquilla del teatro para obtener las entradas de una función. En cambio, al final de su incomparable caminar por la vida, sí supo qué hacer para reunir a las voces más autorizadas del planeta y que le explicaran, en su propia casa, las cuestiones más complejas que ni él, ni nadie, supo ni sabrá resolver jamás. En la clausura de las jornadas del Proceso al azar, el anciano Dalí, entubado, con la mirada dirigida a un punto inexacto, como a un invisible contador del poco tiempo que le quedaba ya, aparece en un monitor y con un pequeño y arrastrado hilo de voz se despide de todos los allí reunidos:
"Gràcies, amics. Gràcies per l'honor que m'heu fet."
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